El sendero de las voces silenciosas. Por Juan Chiesa - Enero 2025 Villa Giardino
La montaña guardaba secretos que revelaba a quienes caminaban solos. Eso decían los ancianos del pueblo, y Cecilia, con sus botas gastadas y una mochila llena de dudas, decidió creerles. Había partido al amanecer, dejando atrás el murmullo de la ciudad y un corazón roto. Quería perderse, literalmente, entre las grietas de las rocas y el viento frío que silbaba como un viejo conocido.
El sendero serpenteaba entre pinos que se inclinaban hacia ella, como queriendo contarle algo. Cecilia respiraba hondo, sintiendo el aire puro arder en sus pulmones. Cada paso era un latido, una promesa de que allí, en la inmensidad de las cumbres, quizás encontraría respuestas. O al menos, silencio.
Al mediodía, llegó a un claro donde el sol se filtraba en hilos dorados. En el centro había una piedra plana, cubierta de musgo y líquenes, como un altar olvidado. Sin pensarlo, dejó caer la mochila y se sentó. Fue entonces cuando lo escuchó: un susurro que no venía del viento ni de las hojas. Era una voz baja, casi musical, que hablaba en un idioma que no entendía, pero que le provocó escalofríos.
—¿Hola? —llamó, sintiendo cómo el eco devolvía su propia incertidumbre.
Nadie respondió. Sin embargo, al cerrar los ojos, las voces regresaron. No eran una, sino decenas, entrelazándose como un coro de memorias antiguas. Hablaban de tormentas que habían derribado árboles centenarios, de amores que florecieron entre las rocas, de caminantes que, como ella, habían buscado refugio en la altura.
Cecilia abrió los ojos, sobresaltada. Ante ella, la piedra ahora brillaba tenuemente, y en su superficie aparecían marcas que no estaban antes: espirales talladas por el tiempo. Extendió la mano, temblorosa, y al tocarlas, una calidez desconocida recorrió su cuerpo. Era como si la montaña le hubiera tomado de la mano para decirle: *"No estás sola"*.
Siguió ascendiendo hasta el atardecer, guiada por una fuerza que ya no le daba miedo. Cuando alcanzó la cima, el cielo estalló en tonos de carmesí y oro. Allí, entre las nubes que rozaban la tierra, entendió. Las voces no eran fantasmas, sino el latido de la montaña misma, un recordatorio de que cada dolor, cada pregunta sin respuesta, podía transformarse en algo tan vasto y eterno como aquel paisaje.
Regresó al pueblo con la mochila más ligera y una sonrisa que no esperaba. Los ancianos, al verla pasar, asintieron en silencio. Sabían que la montaña había hablado, y Cecilia, ahora, también guardaría su secreto.