Dedicado a mi Padre
Tiene que haber sido entre febrero y marzo de 1981. Hacía un mes y algo que junto a mi Padre, Pedro José María y mi hermana Ana, nos instalamos en la vieja casona ubicada en la lomada saliente de Villa Giardino. Aquella casa era nuestra desde el verano de 1974, pero desde que perdimos a mi madre en 1979, mi Padre no había vuelto a ser el mismo, el país atravesaba el momento más oscuro de su historia y fue a mediados de 1980 que Papá comenzó a deslizar la posibilidad de mudarnos de Rosario e instalarnos no ya tan sólo el verano, sino todo el año en aquel paraje soñado y bendecido por la naturaleza. Hoy puedo imaginar que Papá buscaba refugio a tanto dolor, y además creo, buscaba protegernos de tanto peligro.
Nací en 1968 por lo que en 1980 contaba con 12 años. Para mí, Giardino era el verano, las vacaciones, la libertad, era pasar de vivir en un departamento del segundo piso en Urquiza 1470 en Rosario, a una casa de base de piedra y techos altos sostenidos por gruesas vigas de madera. Logró Papá ciertamente devolverme la esperanza, de aquel niño iluso, solitario, imaginativo, extremadamente delgado, los años de tristeza y duelo me habían convertido en un gordinflón vagabundo que guardaba el dinero de las clases de piano y se lo gastaba en largas tardes perdidas en las pendientes de las barrancas rosarinas, donde la rebeldía era un mundo de piruetas y riesgos sobre un skate. El proyecto Giardino se convirtió en una tabla flotante que se cruzaba frente a los agotados brazos de un náufrago que se entregaba al futuro sin madre ni destino. Con Mamá se esfumó lo cotidiano: la familiaridad, las risas, casi todo.
Me instalé en el cuarto lindero a la cocina, el más pequeño de todos y el más aislado, una cucheta muy alta, casi dos metros de altura, hecha a medida del ancho del cuarto, un escritorio y un ropero de la misma madera que mi desconocimiento sobre el tema me hace describir como muebles florentinos, pero que años más tarde, una conocedora del tema, mi querida amiga Cocó, me advertiría sobre su valor estético. El cuarto contaba con una ventana en lo alto desde la cual podía verse el pequeño bosque de tuyas y pinos que se erguían en la parte trasera del terreno. Llegamos para Año Nuevo, con un camión que trajo los muebles y objetos de Rosario, parecían intrusos que venían a invadir un mundo que tenía su sentido, a esa casona de muebles fuertes de madera y un gran hogar de piedra, ahora se le entremezclaban uno muebles industriales típicos de la década del 70 que no hacían más que irrumpir en el aspecto cuidadosamente establecido de la casa de las sierras, entre ellos un combinado con tocadiscos que se ufanaba de su nuevo lugar frente al piano.
Pasaron las fiestas y pasó enero, hasta ahí nada nuevo, toda la vida habíamos estado hasta fines de enero en Giardino, pero llegó febrero y mis hermanos y mis primos retornaron a Rosario y nos quedamos los 3, con Doña Delia, la cocinera y esposa del casero, entrada en años, de manos gruesas y trabajadoras. Se acercaba el fin de febrero, entre tanto cambio a mi me tocaba iniciar el secundario, pero aún no conocía a mis compañeros, no sabía cómo serían, no tenía idea cuanto los querría y valoraría con los años. En mi preconciente, aquel estado entre el consciente y el inconsciente, mi idea era estar todo el año de vacaciones, el colegio sería una interrupción simple de resolver en mis planes. Debo reconocer que mi primaria con los Hermanos Maristas, no me había dejado grandes recuerdos, un colegio de una clase social de la que nunca me sentí parte, un poco más alta que la mía en términos económicos y mucho más baja que la mía en términos de aspiraciones y sueños, en mi casa la biblioteca era el eje central de la vida, vale citar como prueba que de mis cinco hermanos graciosamente la dos mujeres son bibliotecarias, una profesionalmente y la otra voluntaria. Mientras para mis compañeros de Maristas la vida era un viaje a Disney pagado con la plata dulce de Martínez de Hoz, mi Papá, se enorgullecía por no haber salido nunca de su país. Aclaro no porque no tuviera medios y oportunidades, sino porque había heredado de sus abuelos inmigrantes esa necesidad de aferrarse a la nueva tierra, a la suya, a la que le había dado todo.
Estoy seguro que tiene que haber sido fines de febrero o principios de marzo, Papá, morocho, de hecho su apodo familiar era “el Negro”, alto, de nariz aguileña, cejas gruesas, grandes y profundos ojos negros, abrió con el sigilo que todo padre prudente utiliza a la hora de invadir el cuarto de un adolescente, y estiró su brazo entregándome un libro con una cubierta impresa de colores y me dijo: “vienen tiempos de grandes aventuras”. Tomé el libro con sospecha y logró interesarme su título: “Dos años de vacaciones” de Julio Verne.
Treinta y cinco años después, hace pocos días, justo en el kiosco de diarios que se encuentra en diagonal al mítico bar La Poesía en San Telmo, aquí a pocas cuadras de la que hoy es mi casa, a mitad camino de mi trabajo en la Universidad, apoyado sobre una pared junto a otros títulos de la colección, ahí estaban nuevamente, el moderado y valiente francés Briant, el pragmático norteamericano Gordon, el atribulado neozelandés Doniphan, y sus 12 compañeros de naufragio, junto al valeroso perro Phann, atrapados en la por ellos bautizada isla Chairman. Pregunté cuanto valía, la colección era la misma, la original edición en español reeditada, con tapas de lujo y los grabados hechos para la primera edición, tanto se habla que con la incursión del libro digital el libro pasará a ser un objeto bello y de colección, que sentí por primera vez que debía permitirme aquel gasto para atesorar la más emocionante de todas mis aventuras vividas, aquellos 5 años en Villa Giardino, náufrago del consumo y la frivolidad de la ciudad y los malcriados niños urbanos de colegio elitista, y abandonado junto a mis compañeros cordobeses, la mayoría de ellos cordobeses, porque uno era riojano, y sabe él que se me hace difícil no nombrarlo. En los últimos tres días no pude dejar de leerlo, entre el trabajo, las tareas domésticas, pasear a Pocho (mi perro) incluidas, cada minuto, de reojo, concentrado volví a revivir la ventura, volví a sentir el frío del invierno sin gas, y la penuria del agua helada que reventaba la canilla. Volví a recolectar los hongos pineros después de las lluvias, las zarzamoras negras para la tarta de masa casera, se mi hizo muy simple comprender, que aquel día mi querido Padre, abrió la puerta del dormitorio y me arrojó a la tormenta, me desafió a la aventura. A Giardino llegó un bobo con skateboard y pantalones baggy que aspiraba con el último Atari, y Giardino me devolvió al mundo luego de haber cruzado arroyos, escalado sierras, comido perdices, dormido a la intemperie y recorrido territorios cordobeses que dan la idea que nadie antes que uno estuvo en ese sitio. Recuerdo haber estado domingos y domingos sentados en la heladería de Julio frente a la ruta esperando ver pasar un auto, como aquellos niños náufragos anhelaban ver pasar un barco en la lontananza. Papá me entregó aquella tarde a la prosa de Julio Verne y lo hizo sin temor, todos los padres deberían dejarle el cuidado de sus hijos a Don Julio durante un tiempo, uno se entrega a él siendo un niño y Verne nos devuelve al mundo siendo unos intrépidos soñadores, adultos, que nunca dejarán de soñar como niños. Hoy al terminar la última línea del libro, quise como de costumbre dejar asentada la fecha de finalización de mi lectura, entonces descubrí que estamos al 5 de Junio, en el día del que hubiera sido otro cumpleaños de mi Padre, y a dos días de que retomara la aventura. Sabrá el inconsciente porque necesidad nos hace estas jugadas, pero seguramente también sabe mi consciente, que aquel reluciente libro, igual al que me hubiera regalado Papá no estuvo en aquella mesa en el camino de casa al trabajo dispuesto por mi inconsciente, sino por aquellas fuerzas inexplicables del universo que hicieron que justo hoy terminara de leerlo. Es extraño, es su cumpleaños y es él quien vuelve a regalarme este libro, sin duda estoy en deuda.
Nací en 1968 por lo que en 1980 contaba con 12 años. Para mí, Giardino era el verano, las vacaciones, la libertad, era pasar de vivir en un departamento del segundo piso en Urquiza 1470 en Rosario, a una casa de base de piedra y techos altos sostenidos por gruesas vigas de madera. Logró Papá ciertamente devolverme la esperanza, de aquel niño iluso, solitario, imaginativo, extremadamente delgado, los años de tristeza y duelo me habían convertido en un gordinflón vagabundo que guardaba el dinero de las clases de piano y se lo gastaba en largas tardes perdidas en las pendientes de las barrancas rosarinas, donde la rebeldía era un mundo de piruetas y riesgos sobre un skate. El proyecto Giardino se convirtió en una tabla flotante que se cruzaba frente a los agotados brazos de un náufrago que se entregaba al futuro sin madre ni destino. Con Mamá se esfumó lo cotidiano: la familiaridad, las risas, casi todo.
Me instalé en el cuarto lindero a la cocina, el más pequeño de todos y el más aislado, una cucheta muy alta, casi dos metros de altura, hecha a medida del ancho del cuarto, un escritorio y un ropero de la misma madera que mi desconocimiento sobre el tema me hace describir como muebles florentinos, pero que años más tarde, una conocedora del tema, mi querida amiga Cocó, me advertiría sobre su valor estético. El cuarto contaba con una ventana en lo alto desde la cual podía verse el pequeño bosque de tuyas y pinos que se erguían en la parte trasera del terreno. Llegamos para Año Nuevo, con un camión que trajo los muebles y objetos de Rosario, parecían intrusos que venían a invadir un mundo que tenía su sentido, a esa casona de muebles fuertes de madera y un gran hogar de piedra, ahora se le entremezclaban uno muebles industriales típicos de la década del 70 que no hacían más que irrumpir en el aspecto cuidadosamente establecido de la casa de las sierras, entre ellos un combinado con tocadiscos que se ufanaba de su nuevo lugar frente al piano.
Pasaron las fiestas y pasó enero, hasta ahí nada nuevo, toda la vida habíamos estado hasta fines de enero en Giardino, pero llegó febrero y mis hermanos y mis primos retornaron a Rosario y nos quedamos los 3, con Doña Delia, la cocinera y esposa del casero, entrada en años, de manos gruesas y trabajadoras. Se acercaba el fin de febrero, entre tanto cambio a mi me tocaba iniciar el secundario, pero aún no conocía a mis compañeros, no sabía cómo serían, no tenía idea cuanto los querría y valoraría con los años. En mi preconciente, aquel estado entre el consciente y el inconsciente, mi idea era estar todo el año de vacaciones, el colegio sería una interrupción simple de resolver en mis planes. Debo reconocer que mi primaria con los Hermanos Maristas, no me había dejado grandes recuerdos, un colegio de una clase social de la que nunca me sentí parte, un poco más alta que la mía en términos económicos y mucho más baja que la mía en términos de aspiraciones y sueños, en mi casa la biblioteca era el eje central de la vida, vale citar como prueba que de mis cinco hermanos graciosamente la dos mujeres son bibliotecarias, una profesionalmente y la otra voluntaria. Mientras para mis compañeros de Maristas la vida era un viaje a Disney pagado con la plata dulce de Martínez de Hoz, mi Papá, se enorgullecía por no haber salido nunca de su país. Aclaro no porque no tuviera medios y oportunidades, sino porque había heredado de sus abuelos inmigrantes esa necesidad de aferrarse a la nueva tierra, a la suya, a la que le había dado todo.
Estoy seguro que tiene que haber sido fines de febrero o principios de marzo, Papá, morocho, de hecho su apodo familiar era “el Negro”, alto, de nariz aguileña, cejas gruesas, grandes y profundos ojos negros, abrió con el sigilo que todo padre prudente utiliza a la hora de invadir el cuarto de un adolescente, y estiró su brazo entregándome un libro con una cubierta impresa de colores y me dijo: “vienen tiempos de grandes aventuras”. Tomé el libro con sospecha y logró interesarme su título: “Dos años de vacaciones” de Julio Verne.
Treinta y cinco años después, hace pocos días, justo en el kiosco de diarios que se encuentra en diagonal al mítico bar La Poesía en San Telmo, aquí a pocas cuadras de la que hoy es mi casa, a mitad camino de mi trabajo en la Universidad, apoyado sobre una pared junto a otros títulos de la colección, ahí estaban nuevamente, el moderado y valiente francés Briant, el pragmático norteamericano Gordon, el atribulado neozelandés Doniphan, y sus 12 compañeros de naufragio, junto al valeroso perro Phann, atrapados en la por ellos bautizada isla Chairman. Pregunté cuanto valía, la colección era la misma, la original edición en español reeditada, con tapas de lujo y los grabados hechos para la primera edición, tanto se habla que con la incursión del libro digital el libro pasará a ser un objeto bello y de colección, que sentí por primera vez que debía permitirme aquel gasto para atesorar la más emocionante de todas mis aventuras vividas, aquellos 5 años en Villa Giardino, náufrago del consumo y la frivolidad de la ciudad y los malcriados niños urbanos de colegio elitista, y abandonado junto a mis compañeros cordobeses, la mayoría de ellos cordobeses, porque uno era riojano, y sabe él que se me hace difícil no nombrarlo. En los últimos tres días no pude dejar de leerlo, entre el trabajo, las tareas domésticas, pasear a Pocho (mi perro) incluidas, cada minuto, de reojo, concentrado volví a revivir la ventura, volví a sentir el frío del invierno sin gas, y la penuria del agua helada que reventaba la canilla. Volví a recolectar los hongos pineros después de las lluvias, las zarzamoras negras para la tarta de masa casera, se mi hizo muy simple comprender, que aquel día mi querido Padre, abrió la puerta del dormitorio y me arrojó a la tormenta, me desafió a la aventura. A Giardino llegó un bobo con skateboard y pantalones baggy que aspiraba con el último Atari, y Giardino me devolvió al mundo luego de haber cruzado arroyos, escalado sierras, comido perdices, dormido a la intemperie y recorrido territorios cordobeses que dan la idea que nadie antes que uno estuvo en ese sitio. Recuerdo haber estado domingos y domingos sentados en la heladería de Julio frente a la ruta esperando ver pasar un auto, como aquellos niños náufragos anhelaban ver pasar un barco en la lontananza. Papá me entregó aquella tarde a la prosa de Julio Verne y lo hizo sin temor, todos los padres deberían dejarle el cuidado de sus hijos a Don Julio durante un tiempo, uno se entrega a él siendo un niño y Verne nos devuelve al mundo siendo unos intrépidos soñadores, adultos, que nunca dejarán de soñar como niños. Hoy al terminar la última línea del libro, quise como de costumbre dejar asentada la fecha de finalización de mi lectura, entonces descubrí que estamos al 5 de Junio, en el día del que hubiera sido otro cumpleaños de mi Padre, y a dos días de que retomara la aventura. Sabrá el inconsciente porque necesidad nos hace estas jugadas, pero seguramente también sabe mi consciente, que aquel reluciente libro, igual al que me hubiera regalado Papá no estuvo en aquella mesa en el camino de casa al trabajo dispuesto por mi inconsciente, sino por aquellas fuerzas inexplicables del universo que hicieron que justo hoy terminara de leerlo. Es extraño, es su cumpleaños y es él quien vuelve a regalarme este libro, sin duda estoy en deuda.