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martes, 26 de agosto de 2014

UNA NOCHE DE CRONOPIOS




Las circunstancias de la vida me llevaron, gracias a la invitación de participar como realizador audiovisual de una muestra sobre el centenario del natalicio de Cortázar, para el Museo Nacional de Bellas Artes, a la casa que el escritor supo tener en la región de la Provenza, en los Alpes franceses. Lo que en un principio sería una visita de unas horas, con los objetivos de registrar imágenes de la casa y grabar una entrevista a su actual propietario Christophe Karvelis, se transformó inesperadamente en una invitación a quedarnos a compartir el fin de semana con la familia. Bien digo la familia, porque si tengo que describir una sensación de aquella experiencia, creo poder sintetizarla sensiblemente en dicha expresión, tuve la natural percepción de estar no sólo en la casa de Cortázar, sino con parte de su familia. Se sabe que Julio Cortázar no tuvo hijos biológicos, sin embargo Christophe encarna tanto en gestos, emociones y palabras, al hijo que se reconoce hijo por el derecho que da el amor.

La casa de la familia de Cortázar, si bien conserva con respeto la memoria del escritor, sigue antes que nada siendo la casa de una familia. La tentación de que la misma pudiera parecerse a un museo, tenía mucho más que ver con nuestra demanda de sacralizar al genio admirado, que con la necesidad de un hijo de poder encender el fuego del hogar que fue y sigue siendo el hogar que da calidez a lo suyos. Ingresamos, y los primeros pasos los dimos, como quien ingresa a un refectorio, con el sigilo de quien venera cada uno de los objetos que observa, aquellos mágicos objetos que pudieron haber inspirado la creación del universo del escritor. Pero la calidez tanto de Christophe como de Teresa su mujer (quien ciertamente merecería un capítulo aparte si uno quisiera describir las gracias y cualidades de una inteligente y deliciosa mexicana difícil de olvidar), rápidamente nos hizo perder la actitud venerante y nos permitió relajarnos y trabajar como quien pasa una tarde en la casa de amigos.

Si bien cada rincón de la casa encuentra la excusa para una biblioteca, es en el pequeño escritorio de piedra sin revoque donde se encuentra, debajo de una simple ventana con postigos, la maquina portátil de escribir de Cortázar. A los costados hay papeles y libros desparramados, y entre los papeles se descubren algunas cartas de Julio o para Julio. La noche nos invitó a una deliciosa cena organizada frente a la chimenea, anécdotas, preguntas y más preguntas hilaron la conversación. Y de golpe observé algo extraño, a lo lejos pude ver sobre una repisa una pequeña caja, que bien pudo haber sido un cajón de manzanas del tamaño de un libro, y que guardaba unos pequeños caracoles coloreados. Surgió entonces la inevitable pregunta sobre si eran de Julio y la respuesta no se hizo esperar. Julio solía, cuando se cruzaba con un caracol en el jardín, pintarle de color el caparazón para poder reconocerlo en caso de volver a cruzarse con el mismo. Aquellos caparazones ya sin vida, eran ahora una colección que supieron pertenecer a caracoles amigos de Julio. A poca distancia de la caja, de unos 8 o 9 centímetros de altura se encontraban unas pequeñas esculturas negras esmaltadas de unos seres con trompa larga, que cada uno portaba un instrumento, formaban aparentemente una banda de jazz. No hacía falta corroborarlo con una pregunta, aquellos pequeños seres tenían que ser Cronopios.

Finalmente luego de una comida inolvidable, nos fuimos a dormir, cerré el postigo de mi cuarto saboreando el paisaje nocturno, luego me aseguré de haber entornado bien la puerta, temeroso que la banda de Cronopios pudiera despertarme con una improvisación jazzística a lo Bix Beiderbecke, Armstrong, Bessie o Hawkins.